En la última entrada de la serie analizamos brevemente qué es el hedonismo y cómo en esencia éste representa un estilo de vida inclinado a la idolatría. Reflexionamos sobre las evidentes muestras de hedonismo en nuestra cultura moderna, cómo la iglesia no se ha visto completamente libre de su influencia y las principales advertencias que la Escritura nos proporciona. Desafortunadamente, muchos cristianos cuando leen esta clase de advertencias contenidas en la Palabra; llegan a la conclusión de que necesariamente toda forma de placer es mala o pecaminosa. O cuando menos, concluyen que tanto el placer físico como el mundo material son realidades inferiores a las llamadas “espirituales.” En conclusión, la principal forma de oponerse al hedonismo que la iglesia ha articulado ha sido una u otra forma de ascetismo: la negación de los placeres por ser todas meras distracciones mundanas y, como ya mencionamos; intrínsecamente malos. Desde la Edad Media se ha enseñado en la iglesia la necesidad de disciplinar el cuerpo y sus placeres para lograr alcanzar un mayor grado de dicha espiritual o intelectual, postura que se ha sostenido en buena medida incluso después de la Reforma protestante. Sin embargo, aunque muchas veces enseñada con buenas intenciones, esta forma de pensar es completamente ajena a la Escritura y más cercana a la filosofía griega (de nuevo) que a la fe cristiana. Fue precisamente Platón quien enseñó que el hombre no era otra cosa más que una unión accidental entre el alma inmortal y el cuerpo material y corruptible. Según el platonismo, el alma y el cuerpo son dos realidades distintas que se encuentran unidas solamente de manera provisional. Al momento de morir, el alma intangible del hombre es por fin liberada de su “prisión” material para poder incorporarse de nuevo a la realidad invisible e inmaterial de las ideas. Desde este punto de vista, la realidad material y todo lo relacionada a ella es intrínsecamente mala e inferior, mientras que la realidad inmaterial es en esencia buena y superior. Es decir, el cuerpo y la vida física de alguna manera son inferiores a la vida superior del alma. Desde los tiempos del Nuevo Testamento los cristianos han batallado en contra de esta forma de pensar. En particular, en las epístolas del apóstol Pablo leemos cómo la iglesia primitiva se vio constantemente tentada por el gnosticismo. La herejía gnóstica fue una de las falsas enseñanzas que más rápido se infiltraron entre los primeros cristianos. Los gnósticos afirmaban que lo material necesariamente es pecaminoso y buscaban imponer en los creyentes un estilo de vida ascético: si en verdad querían procurar el favor de Dios, debían de abstenerse del matrimonio (y por lo tanto, de sostener relaciones sexuales) y también de determinados alimentos. Vea por ejemplo las palabras de Pablo en 1 Timoteo 4:3. Respecto a esta mala enseñanza, el apóstol Pablo les advierte a los creyentes de la iglesia de Colosas: Por tanto, nadie os juzgue en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o días de reposo, todo lo cual es sombra de lo que ha de venir; pero el cuerpo es de Cristo... Pues si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres), cosas que todas se destruyen con el uso? Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne. (Colosenses 2:16, 17, 20-23 RVR60) Así como con el hedonismo, podemos también concluir que el ascetismo es también una forma disfrazada de idolatría. Representa un estilo de vida que rechaza la creación (lo que en apariencia es bueno), pero que en realidad adora, no a Dios, sino a una religión. En palabras de Pablo, el ascetismo se somete e inclina a preceptos y regulaciones que tan sólo tienen una apariencia de piedad, pero que al final de cuentas resultan tan vacías como el hedonismo y sin valor alguno para la verdadera vida cristiana. El ascetismo es también una forma de idolatría porque adora a un Dios totalmente diferente al Dios bondadoso y generoso que se nos muestra en la Escritura. En resumen: el hedonismo procura el placer apartado de Dios, muchas veces por medio del pecado y sin ninguna muestra de gratitud. Es la búsqueda del placer sin Dios y lejos de Dios. Por otro lado, el ascetismo niega la bondad de la creación, rechazando así las bendiciones que Dios mismo se complace en concedernos. Busca la aceptación de Dios, pero por medio de reglas y preceptos inventados por hombres. La Palabra de Dios nos advierte en contra de ambos peligros. ¿Cómo conciliar ambos puntos de vista? Es decir, ¿Cómo poder disfrutar de la creación con gratitud pero sin caer en los excesos del hedonismo? Esto sólo se puede lograr por medio de la perspectiva bíblica del mundo material y el placer físico. Tan sólo la cosmovisión bíblica nos puede guiar en este asunto. Esta será el enfoque de nuestras siguientes entradas En Cosmovisión / semillasdegracia.weebly.com/blog/category/santificacionSantificación
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El hedonismo como sistema ético apareció por primera vez entre los pensadores griegos alrededor del Siglo V antes de Cristo. Fuertemente asociado con una concepción materialista del universo, el hedonismo supone que no hay una base ética o moral que trascienda más allá de lo que podemos percibir con nuestros sentidos. Para los hedonistas, no existe mayor bien que el placer sensorial e inmediato, así como lograr evitar el sufrimiento. Por lo tanto, si se quiere alcanzar la felicidad en esta vida; es necesario conducirse en ella con un solo criterio: procurar siempre el mayor placer posible. La Escritura nos presenta un panorama de las personas que han hecho de la búsqueda del placer su principal meta en la vida, de aquellos que como el Predicador se han dicho a sí mismos: “Ven ahora, te probaré con el placer; diviértete” (Eclesiastés 2:1). De manera interesante, el apóstol Pablo los describe como personas “cuyo Dios es su apetito” y que solamente “piensan sólo en las cosas terrenales” (Filipenses 3:19). El diagnóstico de Pablo que acabamos de leer resulta bastante revelador. Como se ilustra en la figura, el hedonismo involucra una vida inclinada hacia la búsqueda de lo material y un corazán postrado ante el placer físico. Como tal, constituye una forma de idolatría: una vida de rechazo al Dios vivo y verdadero para buscar satisfacerse con los bienes y placeres de este mundo. El hedonismo trata de obtener placer de una forma completamente ajena a Dios, de quien irónicamente; provienen todas las cosas Esta descripción del pensamiento hedonista se ajusta perfectamente a nuestra cultura occidental post-moderna. En su libro Huyendo de la razón, Francis Schaeffer predijo 50 años atrás cómo el proceso de declarar a la naturaleza autónoma sobre la gracia nos iría llevando como sociedad por una escalera descendente; que terminaría en la desesperanza de un mundo desprovisto de significado. En un universo carente de valor trascendente y de Dios, no es de extrañar que las personas hayan recurrido de nuevo a la búsqueda del placer como su única esperanza de imponer algún significado a su existencia. El estilo de vida hedonista tan evidente en nuestra cultura no es más que una consecuencia inevitable de la profunda desesperación que ha resultado del haberse sacudido de la concepción bíblica de la realidad. Tristemente, no podemos decir que la iglesia se ha visto inmune a esta influencia; a juzgar por el elevado número de adherentes al denominado “evangelio de la prosperidad” y por tantos cristianos entregados a un estilo de vida complaciente. La inclinación a una vida totalmente dedicada a la gratificación de los sentidos no es una tentación exclusiva para los incrédulos, sino también para los creyentes en Cristo. Especialmente en este siglo donde demasiados placeres y medios de gratificación están al alcance de la mano. Por ello, debemos prestar atención a las advertencias de la Palabra divina. La forma en que la Escritura nos despierta y rescata de la trampa mortal del hedonismo es mostrándonos que una vida invertida totalmente en lo material no es más que una empresa destinada al fracaso y a la falta de verdadera satisfacción. Nuevamente, acudimos al libro de Eclesiastés para escuchar al Predicador decir de sí mismo: “de todo cuanto mis ojos deseaban, nada les negué, ni privé a mi corazón de ningún placer” (Eclesiastés 2:10). Y sin embargo, ¿cuál fue la conclusión a la que él llegó? “He aquí, también esto era vanidad” (Eclesiastés 2:1). Un estilo de vida entregado solamente a la búsqueda del placer no es nada más que vanidad: algo vacío, sin substancia y efímero ¿Qué le ocurre a la persona que persigue el placer como su principal pasión en la vida? Muchos de nosotros conocemos bien la respuesta. Tenemos tantas oportunidades como Salomón las tuvo de complacernos en deseos egoístas y pecaminosos… Nada está fuera de nuestro alcance. Así que déjeme preguntarle: ¿Estamos realmente satisfechos, o aún seguimos queriendo más?... Exprima todo el placer que pueda de ésta vida, y aun así no habrá ganancia alguna de vivir debajo del sol. El placer, perseguido como un fin en sí mismo, no puede satisfacer nuestras almas. Philip G. Ryken. Why Everthing Matters. The Gospel in Ecclesiastes. En palabras del profeta Jeremías: buscar el placer apartado de Dios es como abandonar a la “fuente de aguas vivas” para solamente ir tras “cisternas agrietadas que no retienen el agua” (Jeremías 2:13). Apartados de Dios, no hay verdadera satisfacción para nuestra sed. Las buenas noticias del Evangelio son que Jesucristo vino a este mundo para darnos vida y vida en abundancia (Juan 10:10), independientemente de cuanto placer físico podamos o no experimentar. Desafortunadamente, en muchas ocasiones los cristianos hemos reaccionado a la idolatría hedonista con una respuesta que es menos que bíblica, e igual de peligrosa: la completa negación de este mundo y sus bondades. Por ello, el error del ascetismo será nuestro próximo objeto de estudio. En Cosmovisión / Santificación
19/6/2016 0 Comentarios La Carrera del CristianoPor tanto, puesto que tenemos en derredor nuestro tan gran nube de testigos, despojémonos también de todo peso y del pecado que tan fácilmente nos envuelve, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, quien por el gozo puesto delante de El soportó la cruz, menospreciando la vergüenza, y se ha sentado a la diestra del trono de Dios. Considerad, pues, a aquel que soportó tal hostilidad de los pecadores contra sí mismo, para que no os canséis ni os desaniméis en vuestro corazón. (Hebreos 12:1-3 LBLA) IntroducciónQuizás usted no se lo hubiera imaginado, pero resulta que soy aficionado a los deportes. Como tal, cada cuatro años disfruto mucho de ese período de aproximadamente quince días en el que miles de atletas y deportistas de más de doscientos países se reúnen para participar en las Olimpiadas. De entre los deportes olímpicos que normalmente sigo (además del fútbol claro está), están las pruebas de resistencia como la marcha atlética y el maratón. Me gusta estar al pendiente de dichos eventos porque históricamente son disciplinas en las que México ha destacado y casi siempre hay una esperanza, aunque sea pequeña; de obtener una medalla (o al menos eso es lo que las televisoras nacionales quieren que creamos). Además, creo que las pruebas de resistencia ofrecen una clase de emoción especial, diferente a la que se siente en las competencias de velocidad como la natación o la carrera de los 100 metros planos. Muchas anécdotas deportivas muy interesantes se han formado dentro de las pruebas de resistencia. Una de ellas es la historia de John Stephen Akhwari, el corredor de Tanzania que terminó en el último lugar dentro del maratón olímpico de México 68. Akhwari impuso un record de tiempo que hasta ahora nadie ha podido romper ya que, en toda la historia ningún corredor ha tardado tanto en llegar a la meta final. Lesionado en el camino, Akhwari logró entrar al estadio, cojeando, con su pierna vendada y sangrando. Más de una hora había pasado ya desde que el penúltimo de los corredores había completado la carrera. Sólo unos cuantos espectadores quedaban en las gradas cuando Akhwari finalmente cruzó la meta. Cuando se le preguntó por qué había continuado la prueba a pesar de todo el dolor que sentía, Akhwari contestó: “Mi país no me envió a México para comenzar la carrera. Me envió aquí para terminarla”. Curiosamente, las Escrituras comparan la vida cristiana con una carrera que no solamente se debe comenzar; sino que es necesario terminar. Por ejemplo, al final de su vida el apóstol Pablo, sabiendo que le quedaba poco tiempo en este mundo, le escribe a su amado discípulo Timoteo: He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe (2 Tim. 4:7) Note que Pablo utiliza dos analogías para hablar de su propia vida de fe: una batalla y una carrera. Estos dos símiles no se contraponen sino más bien se complementan. La palabra “batalla” hace referencia a la intensidad y dificultad de la vida cristiana, mientras que “carrera” nos habla de la extensión y de la perseverancia necesaria para vivirla. En otras palabras, Pablo esta diciendo: “Toda mi vida ha sido como una batalla y como una carrera. Para mí, mantener la fe ha sido una lucha que ha durado toda mi vida. El confiar en las promesas del Padre y caminar por fe en el Hijo de Dios ha sido una guerra que se ha extendido a lo largo de toda mi vida. He luchado para estar satisfecho en Dios y con todo lo que Él es para mí en Jesús. Día y noche, por todos los medios que me fueron dados, corrí la carrera de perseverancia”. En el versículo 1 del capítulo 12 de Hebreos, el escritor sagrado utiliza también la misma analogía de la carrera, para enseñarnos sobre la necesidad de perseverar en la vida cristiana. De aquí obtenemos nuestra primera enseñanza. 1. La Vida Cristiana Es Como Una CarreraCuando se nos habla de que la vida cristiana es como una carrera, se nos da a entender que ser cristiano requiere de esfuerzo y disciplina. Pero sobre todo, que la vida de fe requiere de perseverancia, de resistencia y de permanecer aún bajo situaciones extenuantes y difíciles. Ésta descripción podría parecer extraña y, de cierto modo; legalista. Pero la verdad es que muchos de nosotros nos comportamos como si la vida cristiana fuera algo fácil: Los domingos en la mañana nos levantamos, tomamos el desayuno tranquilamente, nos vestimos de manera elegante, cargamos nuestra Biblia bajo el brazo (quizás el mayor esfuerzo que hagamos), acudimos a la iglesia, cantamos bonito, ofrendamos, escuchamos un buen sermón y nos regresamos a casa. No sabemos nada o no hemos experimentado nada de la lucha ni de la batalla, nada del cansancio de la carrera. La Biblia en ninguna parte compara la vida cristiana con un día en la playa, recostados en una hamaca y con una piña colada en la mano. Al contrario. Para Jesús, la vida cristiana es como tomar una pesada cruz (Mateo 16:24) y llevarla a cuestas para seguirle. Para el apóstol Pablo la vida cristiana es como estar crucificado para hacer morir el pecado en nosotros (Romanos 6:6; Gálatas 2:20). La vida cristiana requiere que muchas veces tomemos la difícil y dolorosa decisión de cortarnos la mano o sacarnos el ojo que nos hace pecar (Mateo 5:28-30). En otras palabras, la Biblia no dice nada sobre un Cristianismo fácil que se vive sin esfuerzo. Pablo no reconoce un Cristianismo que no sea semejante a correr una larga y cansada carrera o pelear una fiera batalla. Esa es la razón por la cual el punto principal de nuestro texto es imperativo: Corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante (Hebreos 12:1) Estas palabras constituyen un llamado a que veamos nuestra vida como una carrera que debe correrse con pasión, celo, energía y disciplina. Cuando se nos dice que nos despojemos “de todo peso y del pecado que nos asedia” lo que significa es que debemos tomarnos en serio esta carrera. 2. La Vida Cristiana Es Como Una Carrera Que Podemos TerminarSi bien el comparar la vida cristiana con una carrera nos indica del esfuerzo y paciencia que se requiere, la intención del autor es motivar a sus lectores originales (y a nosotros) a no desesperar y continuar, pues la vida cristiana es una carrera que ciertamente se puede acabar. La primera motivación que el texto nos presenta para continuar la carrera de fe se encuentra en el versículo 1: “teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos”. Con estas palabras, el autor hace referencia a los hombres y mujeres mencionados en el capítulo 11 de la epístola, cuya vida da testimonio de su fe y también incluye a todos los santos que desde entonces han terminado la carrera antes que nosotros. La idea es que, mientras corremos; hay una densa y grande muchedumbre de testigos alrededor de la pista. En palabras de Calvino: Estamos rodeados por este numeroso séquito, de modo que a donde quiera que volvamos los ojos inmediatamente nos topamos con muchos ejemplos de fe. Aunque al principio no lo parezca, ésta es una realidad que nos debe motivar. Para tal efecto, es importante que observemos que el autor no llama a los santos del pasado “espectadores”, sino testigos. La palabra “testigo” en el original griego es martus (µάρτυζ), de donde proviene la voz castellana mártir, que significa “uno que da testimonio mediante su muerte”. El vocablo denota entonces a uno que puede certificar de aquello que ha visto, oído o conoce. La idea entonces de llamar a todos estos santos “testigos” no lo es tanto para decir que ellos nos están observando, sino más bien para decirnos que ellos están lo suficientemente cerca como para poder observarlos y escucharlos mientras corremos. Al correr la carrera observamos hacia la multitud y nos damos cuenta que cada uno de ellos terminó la carrera y nos dice: “Se puede hacer. Se puede hacer”. Dicho de otra forma, estas personas del pasado forman una multitud que nos da testimonio sobre el valor y la bendición de vivir por fe. La gran multitud no está compuesta por espectadores que nos critica y nos rechifla al tropezar, sino por aquellos cuya vida de fe anima y motiva a vivir de esa manera. El corredor debe inspirarse por los ejemplos de piedad que esos santos establecieron durante su vida. Ahora bien, de manera personal considero que en este punto es importante resaltar que hacemos bien en mirar a todos estos testigos, pero no como "súper" hombres o mujeres que podemos admirar pero que nunca podremos ser como ellos. En el evangelicalismo tenemos la tendencia de que, cuando se habla de los “grandes hombres de la fe”; resaltamos sus grandes atributos: su valentía, su coraje, su determinación y su gran fe, y minimizamos sus defectos y pecados. Al hacerlo, sacamos del contexto bíblico las historias divinamente inspiradas y las dejamos desprovistas de su verdadero propósito, que es conducirnos a un Dios de gracia y salvación. La realidad es que la Escritura nos presenta a hombres y mujeres con pasiones semejantes a las nuestras (cf. Santiago 5:17), con luchas, problemas familiares y pecados como los nuestros pero que por fe y por gracia acabaron la carrera. La Biblia nos habla no sólo de un Abraham que dejó su tierra por fe y que estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo en obediencia a Dios, sino también nos presenta a una persona con temor al hombre, mentiroso y que en una ocasión decidió tomar las riendas de su vida queriendo apresurar el plan de Dios. Jacob no sólo dedicó por fe el diezmo de todas sus posesiones futuras, sino que también fue un engañador y propenso a tener ídolos en su hogar. José fue odiado por su familia y por más que se esforzaba en obedecer, parecía que nunca le iba bien. Moisés no sólo fue el profeta humilde de Dios, también fue un asesino con registros de propensión a la ira. David no sólo es descrito como un hombre conforme al corazón de Dios, sino también como quien cometió adulterio y asesinato. Jonás desafió el llamamiento de Dios. Pedro negó tres veces a su Señor y luchó con el temor al hombre. Juan Marcos abandonó su ministerio en las misiones. Como lo dijera en una ocasión el predicador Paul Washer: No hay grandes hombres o mujeres de Dios en las Escrituras o en la historia de la Iglesia, solamente hay hombres y mujeres débiles, pecadores, e infieles de un Dios grande y misericordioso. La Escritura no exalta nunca a los hombres que aparecen en ella. No lo hagamos nosotros tampoco. Más bien, el autor de Hebreos quiere que meditemos en la fe que por gracia operó en ellos, y nos demos cuenta que el mismo poder y fe que los hizo terminar la carrera nos llevará también a nosotros a la meta. En Santificación
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