Artículo original por Tim Challies Como la mayoría de los padres, tengo esos momentos donde la culpa y el remordimiento vienen sobre mí como una ola. Entonces considero cuánto de mi tiempo como padre ha pasado ya y lo poco que me resta. Mi hijo mayor tiene trece años. Él ya es un adolescente, a tan sólo un año de distancia de la escuela preparatoria, a tan sólo ocho años de la edad que yo tenía cuando me fui de casa para casarme. Mis hijas detrás de él le siguen de cerca. Cuando la ola se levanta, cuando siento como si pudiera ahogarme debajo de todo ese remordimiento, a veces considero esas cosas de las que nunca me arrepentiré. A continuación 18 cosas que sé que nunca me arrepentiré haber hecho con mis hijos. 1. Orar por ellos junto a ellos. Me desconcierta que una de las cosas que más me intimida es orar con mis hijos. No me refiero a orar con toda la familia antes o después de una comida, sino a orar con mi hija por mi hija o con mi hijo por mi hijo. Sin embargo, este tipo de oración les permite ver que estoy preocupado por lo que a ellos les preocupa y nos permite unirnos en oración por esas mismas cosas. Sé que tengo que dar prioridad a esto porque nunca me arrepentiré de orar por ellos junto a ellos. 2. Leerles libros. Al tiempo en que el verano le da paso al otoño, cuando los días se hacen más cortos y las noches se ponen más frías, pasamos muchas de nuestras veladas juntos en la sala mientras les leo libros en voz alta. Hemos leído nuestro camino a través de este mundo y a través de muchos otros; hemos leído hacia adelante en la historia y hemos leído sobre los días que ya pasaron; nos hemos encontrado con héroes y villanos y lo hemos experimentado todo juntos como una familia. Nunca me arrepentiré de leerles libros a mis hijos. 3. Darles besos de buenas noches. Los días se hacen largos y me canso tanto. Para el tiempo en que los niños se dirigen a la cama a veces estoy tan agotado que lo último que deseo hacer es ver que los niños se acuesten y darles un beso de buenas noches. Pero me alegra que siempre lo hice y seguido encontré que eran estos momentos en que los niños estaban más tiernos, más deseosos de hablar, y más dispuestos a escuchar. Sé que nunca me arrepentiré de todos esos besos de buenas noches. 4. Llevarlos a la iglesia. Hay tanto gozo en sentarnos en la iglesia juntos como una familia, adorando al Señor juntos y escuchando de Él en Su Palabra juntos. No llevo a mis hijos a la iglesia para que aprendan buenos modales o sean mejores personas; los llevo a la iglesia para que puedan aprender quiénes son, para que puedan aprender quien es Dios, y así puedan hallar y experimentar gracia. Nunca me arrepentiré de haberle dado prioridad a la iglesia. 5. Haberlos llevado a desayunar. Una tradición muy querida en nuestra familia es llevar a mis hijos a desayunar los sábados por la mañana –uno de ellos cada semana. Es una tradición que he perdido y revivido y perdido de nuevo y revivido de nuevo. Es una tradición que vale la pena mantener. Los $10 o $20 que gasto y el tiempo que requiere palidecen en comparación con la inversión en sus vidas. Nunca me arrepentiré nuestras citas de desayunar con papi. 6. Dejar que mis amigos sean sus amigos. Adoro cuando mis hijos hacen amistad con mis amigos. Quiero que mis hijos tengan amigos que sean más viejos y sabios que ellos y amigos que puedan ayudarles en esas áreas donde soy débil. Nunca me arrepentiré de animar a mis amigos a ser sus amigos. 7. Hacer devocionales familiares. El devocional familiar es una disciplina difícil de mantener, especialmente cuando los hijos crecen y tienen más tareas y responsabilidades. Pero nos comprometimos y re-comprometimos y perseveramos porque estos son momentos preciosos –tan sólo unos cuantos minutos juntos para leer la Biblia, hablar sobre lo que escucharon, y para orar. Sé que nunca me arrepentiré de un solo momento gastado en buscar al Señor juntos. 8. Disciplinarlos. Detesto disciplinar a mis hijos; detesto tener que disciplinarlos. Sin embargo estoy absolutamente convencido que rehusarse a disciplinarlos es rehusarse a amarlos y respetarlos. El privilegio suspendido, el tiempo a solas en su habitación, todos estos parecen ser odio en el momento, pero luego son vistos como amor. Nunca me arrepentiré de amorosamente disciplinar a mis hijos. 9. Hacer cosas especiales. La vida se vive mayormente en lo mundano y el amor se demuestra mayormente en el día a día. Pero también hay valor en los juegos de pelota por la tarde, las noches en el ballet, los viajes de negocios con papá. Nunca me arrepentiré de hacer esas cosas especiales con mis hijos. 10. Pedirles perdón. Tengo más dificultad de disculparme con mis hijos que con cualquier otra persona. En algún lugar en el fondo de mi mente estoy convencido que disculparme con ellos es mostrar debilidad; pero en mis mejores momentos sé que disculparme con ellos –pedirles perdón cuando he pecado contra ellos- es honrar a Dios y a ellos. Nunca me arrepentiré de esos momentos en que les he pedido perdón. 11. Perdonarlos. Mi mayor debilidad es una de las más grandes fortalezas de mis hijos; cuando ellos pecan casi siempre son prontos para buscar mi perdón. Nunca me arrepentiré de otorgarles sincera e inmediatamente el perdón que piden. 12. Amar a su madre. Sé que la estabilidad de una madre y padre que están firmemente comprometidos el uno al otro trae estabilidad a toda la familia. Puedo amar a mis hijos al confirmarles de mi amor por su madre a través de mis palabras, hechos y afecto. Nunca me arrepentiré de afirmar regularmente mi amor por su madre. 13. Identificar la gracia de Dios. Mientras mis hijos hacen profesión de fe y mientras comienzan a crecer en un carácter piadoso, ha sido un gozo ver la gracia de Dios en sus vidas. Estoy aprendiendo a decirles lo que veo, a felicitarlos por ello, y a señalar al Único que lo ha generado. Nunca me arrepentiré de identificar este tipo de gracia en sus vidas. 14. Expresarles afecto. Me encanta caminar de la mano con mis hijas y adoro abrazar a mi hijo antes de que se vaya a la escuela. Este afecto físico les hace sentirse seguros y amados mientras les enseño los límites y formas apropiadas de tocar. Nunca me arrepentiré de continuamente expresarles afecto físico. 15. Planear pequeñas sorpresas. Los pequeños y ocasionales regalos cuando regreso a casa de algún compromiso; una sola rosa para mis niñas cuando le compro a su madre un ramo de flores; la cena en el McDonald’s sin razón alguna. Nunca me arrepentiré de planear y efectuar estas pequeñas sorpresas especiales. 16. Darles toda mi atención. Casi siempre tengo un dispositivo electrónico al alcance, a menudo tengo dos o tres de ellos. Es tan fácil romper una conversación con cada zumbido o pitido, romper el contacto visual y romper la concentración. Sé que nunca me voy a arrepentir de darle a mis hijos mi atención cuando tienen algo que decir. 17. Apuntar al evangelio. El evangelio no es tan sólo la puerta de entrada a la vida cristiana, sino la fuente misma de la esperanza y el gozo en la vida cristiana. Necesitamos volver al evangelio una y otra vez; necesitamos el evangelio todos los días. Y nunca me arrepentiré de apuntar a mis hijos al evangelio. 18. Decirles "Te amo". Amo a mis hijos entrañablemente y puedo demostrar ese amor en cada una de las maneras que he enumerado anteriormente. Sin embargo, cuando se dirigen a la escuela, cuando salen con amigos, cuando me llaman a la oficina, cuando conversamos desde lejos por FaceTime, nunca me arrepentiré de decirles una vez más: "Te amo." ¿Cuáles son algunas de las cosas que nunca te arrepentirás de hacer con tus hijos? Traducción del artículo original 18 things I will not regret doing with my kids escrito por Tim Challies.
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Hace probablemente una semana, tuve en mi sitio de trabajo la oportunidad de participar en una conversación muy interesante acerca de la educación de los hijos. Varios compañeros de trabajo compartieron cuál fue su experiencia personal de pequeños y cómo tratan ellos ahora de educar a sus hijos. Por mucho rato decidí permanecer en silencio para poder escuchar con atención lo que los demás decían, y sólo en ocasiones comentaba mi opinión con ellos.
"Pues a nosotros nos pegaban con la sandalia o el cinturón" comentó uno de mis compañeros acerca de la clase de disciplina que recibió de sus padres. "Mi papá sí que nos pegaba" añadió uno de ellos. "Cuidadito y entraras haciendo ruido a su cuarto mientras estaba durmiendo". "Pues mi papá era un %#$&/" decía otro. "Antes de que se fuera, varias veces me rajó la cabeza al pegarme y lo mismo hizo con mis hermanos." Este tipo de comentarios y otros más me permitieron ver que cada uno de los que estábamos presentes tuvimos muy diferentes experiencias de niños y de la manera en que nuestros padres nos educaron. Finalmente, la conversación cambió de estar hablando de nuestras personas hacia hablar de nuestros hijos. "Pues yo creo que de vez en cuando una buena nalgada es necesaria." "Jamás le he tenido que pegar a mi hijo." "Eso sí, nada más que mi hijo me intente hacer tal cosa y le caigo a golpes." "No creo que sea necesario pegarle a los niños para corregirlos." "Por supuesto que no. Sólo tienes que quitarles algo que ellos disfrutan o quieren para que reflexionen y se den cuenta de que han hecho algo incorrecto." En fin. De nueva cuenta los comentarios fueron tan variados y las perspectivas tan diferentes. Mientras escuchaba, no podía evitar reflexionar sobre algunas ideas que me venían a la mente. No son más que simples observaciones de las cuales muy probablemente ustedes mismos también se han dado cuenta:
Al terminar la conversación y dirigirme hacia mi oficina, continué pensando y reflexionando sobre mi labor como padre. Lo que más me sorprendió fue el darme cuenta de la posibilidad de que así como mis compañeros, yo también podría estar educando a mi hija sin un modelo claro y bíblico que glorifique a Dios y que en verdad sea de bendición para ella. En realidad podría estar haciendo lo que a mi bien me parece y, lo peor del caso; es que podría estar haciéndolo sin darme cuenta de ello y todo el tiempo estar pensando que lo que estoy haciendo es lo correcto. El pensamiento fue en verdad escalofriante. Educar a nuestros hijos es una tremenda responsabilidad de la que habremos de dar cuentas. Así como el rey de la parábola que volvió para exigir los intereses del dinero que había dejado a sus siervos, Dios algún día nos va a juzgar por lo que hicimos con nuestros hijos y nos va a exigir que le demos el fruto que le corresponde. No habrá lugar para excusas tales como: "No supe como ser un buen padre". "Es que mis hijos fueron muy difíciles". "La esposa (o el esposo) que me diste no me fue de mucha ayuda". En ese sentido, la palabra de Dios es clara: "Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre sea perfecto, equipado para toda buena obra" (2 Tim. 3:16-17). "Pues su divino poder nos ha concedido todo cuanto concierne a la vida y a la piedad" (2 Pedro 1:3). Tenemos en la Escritura el único manual perfecto para la crianza y la educación de nuestros hijos. Es nuestro deber adentrarnos en ella para sacar de ella los tesoros que Dios nos ha dejado para nuestra dirección. 10/2/2014 0 Comentarios Dejad que los niños vengan a míY le traían aun a los niños muy pequeños para que los tocara, pero al ver esto los discípulos, los reprendían. Mas Jesús, llamándolos a su lado, dijo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el reino de Dios. En verdad os digo: el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Lucas 18:15-17 (LBLA) IntroducciónEn una entrada anterior tuvimos la oportunidad de analizar brevemente la enseñanza principal contenida en estos versículos a la luz del contexto inmediato establecido por Lucas en los versículos que preceden y le siguen al pasaje. Específicamente, nos enfocamos en el significado y las implicaciones de las palabras de Jesús: “De los que son como éstos es el reino de Dios” (v.16) y “el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (v.17). En esta ocasión, quisiera que pudiéramos estudiar el significado y las implicaciones de las primeras palabras de Jesús registradas en el texto: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis” (v. 16). En ellas, creo que podemos descubrir un tesoro de enormes implicaciones para la vida de la Iglesia local, tanto a manera colectiva en todas sus actividades como en cada hogar y familia que forma parte de la congregación. Al inicio de este pasaje (v. 15) observamos la situación específica en la que nuestro Señor menciona estas palabras. Sabemos que Jesús en ese momento se encontraba enseñando públicamente. Si nos referimos a los evangelios sinópticos (Mateo y Marcos), nos daremos cuenta que en ese momento en particular la enseñanza de Cristo estaba centrada en el matrimonio y la familia –particularmente sobre el tema del divorcio-. Es bajo ese contexto en el que entonces algunos padres deciden traer a sus hijos a Jesús “para que los tocara” (v. 15), es decir, para que “pusiera las manos sobre ellos y orara” por ellos (Mateo 19:13). El hecho de que el evangelio mencione que los niños eran “traídos” sugiere que incluso algunos de estos infantes eran demasiado pequeños para ir por ellos mismos, es decir; eran bebés en brazos. En efecto, la palabra griega que la BLA traduce como “niños muy pequeños” es brephos, que puede ser traducida como “lactantes”. Más adelante, Jesús mismo utiliza la palabra paidia, que significa “niños”, que por cierto es la misma palabra que Mateo y Marcos utilizan para referirse a los pequeños que eran traídos por sus padres (Mateo 19:13 y Marcos 10:13). Así que este grupo de infantes probablemente estaba comprendido por niños de diversas edades, desde recién nacidos hasta otros más grandecitos. Sea cual fuere el caso, el hecho es que los padres de estos niños tenían el anhelo de que sus hijos recibieran la bendición de Jesús. Sin embargo “los discípulos”, actuando más como agentes del Estado Mayor Presidencial que como seguidores de Cristo, interceptan a los padres y les impiden que “molesten” al Maestro con sus niños. No sólo los discípulos impedían el avance de los padres hacia Jesús, sino que además “los reprendían” verbalmente. Ante esta forma de actuar, el evangelio de Marcos nos informa de la reacción de Jesús: “Pero cuando Jesús vio esto, se indignó” (Marcos 10:14). Así que, invitando a estos padres a acercarse a Él (“llamándolos a su lado”), Cristo les dice a sus discípulos seguramente con un tono de regaño: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis”. En seguida vemos al Salvador tomando a los niños “en sus brazos” (Marcos 10:15), orando por ellos y bendiciéndolos mientras imponía “las manos sobre ellos” (Mateo 19:15). A través de este suceso el Señor nos imparte lecciones sumamente valiosas que son fundamentales para nuestro entendimiento de cómo Dios ve a los niños en relación con Su Reino. El valor de los niños para el salvador
En la cultura judía de los días de Jesús -basada en reglas establecidas por hombres- se había hecho completamente a un lado a las mujeres. Por ejemplo, las reglas “judaicas” que se seguían entonces mantenían que era preferible no hablar con las mujeres en público para el bien del alma. Muchos consideraban que era un deshonor para un alumno de los escribas hablar con una mujer en la calle. Las mujeres tampoco tenían acceso a ningún tipo de enseñanza religiosa y no les era permitido entrar a las sinagogas en el mismo cuarto que a los varones. El caso de los niños en dicha cultura no era muy diferente. Solamente los niños varones podían entrar en la sinagoga, pero no podían participar de la adoración sino hasta alcanzar los doce años de edad. En ese momento, el varón se convertía en un «hijo de la ley», lo que le otorgaba el derecho de leer la Ley, así como el derecho de poder hacer y responder preguntas. En la cultura greco-romana de esa época, la situación de los niños era muchísimo peor. La niñez era considerada como una etapa débil e insignificante en la vida del hombre. La gente tenía poca estima hacia los niños y su personalidad era apenas notada. Por ejemplo, cuando un padre tenía varios hijos, era costumbre colocarle nombre al primer y segundo hijo, si estos eran varones. A partir del tercer hijo varón, juntamente con las hijas, se los enumeraba. El arrojar o abandonar a los niños y en especial a las niñas, a los inválidos y enfermos, era una costumbre muy común en el contexto Greco-romano. Pero Jesús constantemente dignificó a la mujer y a los niños con Su enseñanza. Jesús aceptó la hospitalidad de mujeres y les enseñó la Palabra. Mientras que un rabino judío podría no mirar a una mujer, Jesús no vaciló en hablarles a Marta y María en público. Otro ejemplo de la actitud de Jesús hacia la mujer fue su interacción con la mujer samaritana. En la conversación más larga que registran los evangelios, Jesús le revela a la mujer samaritana algunas de las doctrinas más profundas del Reino (Juan 4:4-42). En el caso de los niños y en contraste con la cultura judía y greco-romano, los Evangelios nos muestran a Jesús abrazándolos, interactuando con ellos mientras enseñaba (Mateo 18:2), orando por ellos y bendiciéndolos. El resto de las Escrituras nos muestra que los primeros seguidores de Jesús también fueron en contra de la cultura de su época en estos aspectos. El hecho de que las epístolas del Nuevo Testamento –las cuales eran leídas en presencia de toda la congregación– tienen secciones dirigidas especialmente a las mujeres y los hijos, implica que los apóstoles esperaban que tanto las mujeres como los niños estuvieran presentes en la comunión de los santos. El libro de los Hechos nos presenta una comunión cristiana en la que familias enteras se reunían en diferentes casas, recibiendo el mensaje del Evangelio, creyendo la Palabra y convirtiéndose al Salvador. Así que las palabras de Cristo demuestran el tremendo valor que los niños tienen para nuestro Señor. En palabras del obispo J. C. Ryle: Las almas de los niños pequeños son evidentemente preciosas a la vista de Dios. Tanto aquí como en otras partes hay pruebas evidentes de que Cristo tiene no menos cuidado de ellos que de las personas adultas. Por lo tanto, los niños deben ser tomados en cuenta en la vida de la Iglesia y tratados con dignidad, como personas hechas también a la imagen de Dios. Ahora, en las siguientes entradas, me gustaría analizar un poco más a detalle las implicaciones de las palabras de Jesús: “Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis”. Para ello, quisiera mencionar primero: las razones por las cuales debemos dejar que los niños vengan a Jesús. Luego, quisiera comentar sobre algunas formas en las que muchas veces impedimos que los niños vengan a Jesús. Por último, quisiera hablar de quiénes son, según la Biblia, los responsables de traer a los niños a Jesús. Continua en la siguiente entrada (haga clic AQUÍ) |
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