Hace probablemente una semana, tuve en mi sitio de trabajo la oportunidad de participar en una conversación muy interesante acerca de la educación de los hijos. Varios compañeros de trabajo compartieron cuál fue su experiencia personal de pequeños y cómo tratan ellos ahora de educar a sus hijos. Por mucho rato decidí permanecer en silencio para poder escuchar con atención lo que los demás decían, y sólo en ocasiones comentaba mi opinión con ellos.
"Pues a nosotros nos pegaban con la sandalia o el cinturón" comentó uno de mis compañeros acerca de la clase de disciplina que recibió de sus padres. "Mi papá sí que nos pegaba" añadió uno de ellos. "Cuidadito y entraras haciendo ruido a su cuarto mientras estaba durmiendo". "Pues mi papá era un %#$&/" decía otro. "Antes de que se fuera, varias veces me rajó la cabeza al pegarme y lo mismo hizo con mis hermanos." Este tipo de comentarios y otros más me permitieron ver que cada uno de los que estábamos presentes tuvimos muy diferentes experiencias de niños y de la manera en que nuestros padres nos educaron. Finalmente, la conversación cambió de estar hablando de nuestras personas hacia hablar de nuestros hijos. "Pues yo creo que de vez en cuando una buena nalgada es necesaria." "Jamás le he tenido que pegar a mi hijo." "Eso sí, nada más que mi hijo me intente hacer tal cosa y le caigo a golpes." "No creo que sea necesario pegarle a los niños para corregirlos." "Por supuesto que no. Sólo tienes que quitarles algo que ellos disfrutan o quieren para que reflexionen y se den cuenta de que han hecho algo incorrecto." En fin. De nueva cuenta los comentarios fueron tan variados y las perspectivas tan diferentes. Mientras escuchaba, no podía evitar reflexionar sobre algunas ideas que me venían a la mente. No son más que simples observaciones de las cuales muy probablemente ustedes mismos también se han dado cuenta:
Al terminar la conversación y dirigirme hacia mi oficina, continué pensando y reflexionando sobre mi labor como padre. Lo que más me sorprendió fue el darme cuenta de la posibilidad de que así como mis compañeros, yo también podría estar educando a mi hija sin un modelo claro y bíblico que glorifique a Dios y que en verdad sea de bendición para ella. En realidad podría estar haciendo lo que a mi bien me parece y, lo peor del caso; es que podría estar haciéndolo sin darme cuenta de ello y todo el tiempo estar pensando que lo que estoy haciendo es lo correcto. El pensamiento fue en verdad escalofriante. Educar a nuestros hijos es una tremenda responsabilidad de la que habremos de dar cuentas. Así como el rey de la parábola que volvió para exigir los intereses del dinero que había dejado a sus siervos, Dios algún día nos va a juzgar por lo que hicimos con nuestros hijos y nos va a exigir que le demos el fruto que le corresponde. No habrá lugar para excusas tales como: "No supe como ser un buen padre". "Es que mis hijos fueron muy difíciles". "La esposa (o el esposo) que me diste no me fue de mucha ayuda". En ese sentido, la palabra de Dios es clara: "Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre sea perfecto, equipado para toda buena obra" (2 Tim. 3:16-17). "Pues su divino poder nos ha concedido todo cuanto concierne a la vida y a la piedad" (2 Pedro 1:3). Tenemos en la Escritura el único manual perfecto para la crianza y la educación de nuestros hijos. Es nuestro deber adentrarnos en ella para sacar de ella los tesoros que Dios nos ha dejado para nuestra dirección.
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