19/5/2011 0 Comentarios La vanidad de las riquezasSEÑOR, hazme saber mi fin, y cuál es la medida de mis días, para que yo sepa cuán efímero soy. He aquí, tú has hecho mis días muy breves, y mi existencia es como nada delante de tí; ciertamente todo hombre, aun en la plenitud de su vigor, es sólo un soplo. Sí, como una sombra anda el hombre, ciertamente en vano se afana; acumula riquezas, y no sabe quién las recogerá (Salmo 39:4-6 LBLA). Todas las personas (sí, incluyendo a los cristianos) nos enfrentamos todos los días a la influencia de la cultura que nos rodea y a la presión de una sociedad que nos invita a conformarnos a ella. Una de las ideas más comunes dentro de nuestra cultura materialista es que las personas debemos dedicar nuestra vida a acumular el mayor número de bienes y riquezas posible. La sociedad se apega a la meta de aquel clásico juego de mesa: el que al final termine con el mayor número de posesiones, ¡gana! Lo peor es que aunado a esta presión social y cultural, tenemos también que luchar en contra de la natural inclinación de nuestros corazones a encontrar nuestra satisfacción en las posesiones materiales. Los ejemplos abundan: tener un auto no es suficiente, mucho menos si es un modelo austero. La casa no es tan grande como quisiéramos. Nuestra computadora no es tan rápida y moderna como la de mis compañeros de clase. El teléfono celular que tengo ya pasó de moda (aunque tiene menos de un año que lo adquirí). Parece que en todas partes, la gente sólo vive para trabajar, ganar y acumular dinero. Sin embargo, la Palabra de Dios irrumpe en nuestra manera de pensar. La vida es tan corta, que el acumular riquezas se convierte en algo vano. ¿Por qué? La respuesta es clara en la Escritura: porque nuestras posesiones materiales no valen nada para la otra vida. Todo lo que actualmente poseemos y hemos ahorrado se quedará aquí cuando muramos, y será consumido por fuego el día del regreso del Señor. No se nos devolverá en la otra vida. Por lo tanto, la vida que vivimos debe servir a otro propósito... Uno más sublime y glorioso que el de simplemente vivir para trabajar y ganar dinero. ¡Oh, cuanto necesito recordar esto todos los días! 11/11/2010 0 Comentarios Pablo, siervo de DiosPablo, siervo de Dios y apóstol de Jesucristo, conforme a la fe de los escogidos de Dios y al pleno conocimiento de la verdad que es según la piedad, con la esperanza de vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde los tiempos eternos, y manifestó a su debido tiempo su palabra por la predicación que me fue confiada conforme al mandamiento de Dios nuestro Salvador, a Tito, verdadero hijo en la común fe: Gracia y paz de Dios el Padre y de Cristo Jesús nuestro salvador (Tito 1:1-4, LBLA) Lo primero que debe llamar nuestra atención de este saludo, es la forma en la que Pablo se identifica y se presenta a sí mismo. Pabló se llama a sí mismo “siervo de Dios” y “apóstol de Jesucristo”. Es interesante notar la manera en que Pablo se concibe a sí mismo delante de Dios y de los hombres. Humanamente hablando, Pablo tenía mucho por lo cual presumir. Muy pocos estaban a su nivel en el aspecto académico e intelectual. Con respecto a sus compatriotas judíos, Pablo podía presumir de su grandioso linaje “de la tribu de Benjamín” (Fil. 3:5). Pablo era un judío puro. No había rastro de mestizaje en su sangre. En cuanto a la religión judía, él destacaba de entre los fariseos. Pocos estaban a la altura de su celo religioso que lo impulsó incluso a ser “perseguidor de la iglesia” (Fil. 3:6). Pocos estaban a la altura de su religiosidad externa y moralismo. En cuanto a la ley judía y desde el punto de vista externo (el que las personas pueden observar y admirar), él fue “hallado irreprensible” (Fil. 3:6). Seguramente Pablo era un celoso observador de todas las leyes y tradiciones inventadas por los fariseos, destacando por encima de los demás. En relación a la Iglesia, nadie podría presentar la interminable cantidad de credenciales y referencias con las que Pablo contaba. Seguramente que en ésta época, en la que las iglesias contratan a sus pastores haciendo uso de bolsas de trabajo y recibiendo currículos, Pablo sería el más cotizado y peleado de todos los pastores. Nadia predicaba tanto y de una manera tan poderosa como Pablo. Nadie había formado, levantado y establecido tantas iglesias como Pablo. Nadie tenía tantos convertidos como Pablo. Nadie fue invitado a predicar tantas veces como Pablo. Nadie había sufrido por Cristo como Pablo. Nadie escribió tantas epístolas como Pablo. Se puede decir que Pablo era el autor de los “best-sellers” cristianos de la época. Si Pablo viviera en nuestra era, sería el pastor más reconocido, más admirado, más respetado, y el más invitado a todo tipo de conferencias, congresos y retiros espirituales. Sería el predicador con más seguidores en las redes sociales. Todos querrían ser como Pablo. Sin embargo, la forma en la que Pablo se presenta y se identifica a sí mismo contrasta con nuestra acostumbrada forma de pensar. No dice: “Pablo, el fariseo irreprensible”, “Pablo, el gran intelectual”, “Pablo, el que ha estado en el mismo tercer cielo”, “Pablo, el famoso evangelista”, “Pablo, el pastor número uno en libros vendidos”. Para nada. Pablo no basaba su identidad en relación o en comparación con los demás hombres. Pablo basaba su identidad en relación con Dios. Y en relación con Dios, él no era más que un humilde “siervo” y “apóstol”. En ésta época en que se acostumbra el culto a las celebridades, aún dentro de la iglesia, creo que todos tenemos mucho que aprender de Pablo. Y tenemos todavía mucho más qué aprender del Señor del cual Pablo era solamente un siervo. |
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