Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo? - Hebreos 9:13-14 (LBLA) Al Lugar Santísimo dentro del tabernáculo tan sólo podía entrar el sumo sacerdote y esto sólo una vez al año: durante el día de la expiación, cuyo ritual se describe con detalle en Levítico 16. Ese día se ofrecían al Señor dos cabritos: uno se dejaba libre para que se perdiera en el desierto. Otro era inmolado y su sangre se vertía en el propiciatorio. Ese era un día de fiesta para todo el pueblo de Israel y tenía un tremendo significado para ellos. Sin embargo, a pesar de toda la ceremonia, de toda la fiesta, de toda la celebración y el gozo, al final del día, la conciencia empezaba de nuevo a acusarles: "¿Qué acerca de los pecados de mi corazón?" Después de todo, el sacrificio solamente expiaba los pecados cometidos por “ignorancia” "¿Qué de los pecados cometidos deliberadamente, y que incluso disfruté?" El velo dentro del tabernáculo sigue colgado. Nadie puede entrar todavía ante la presencia del Señor. Aún existe una barrera entre Dios y el pueblo. El acceso a Dios sigue prohibido. El hecho de que solamente una persona, tan sólo una vez al año (y esto con una exhaustiva preparación especial) podía entrar al Lugar Santísimo, era la revelación del Espíritu Santo a través de la Ley de que el santuario terrenal no era el cumplimiento de la extensión de la presencia de Dios en el mundo para que todos los pueblos tengan acceso abierto a Él. El acceso limitado del sumo sacerdote revelaba que las ofrendas ofrecidas dentro del culto hebreo no quitaban la culpa de manera permanente. A pesar de que por un tiempo proveían el medio por el cual Dios se complacía en aplicar perdón a Su pueblo, no tenían mérito en sí mismas. Solamente reflejaban el mérito del futuro sacrificio de Cristo que iba a ser ofrecido en el templo celestial. De la misma manera, también nosotros; a causa de nuestro pecado también padecemos de una conciencia acusada por la culpa. ¿Cómo podemos silenciar una conciencia que nos acusa a gritos de nuestros delitos y pecados? Nuestra conciencia se rehúsa a dejar ir la culpa de nuestros malos actos.
La gente tratará de todo con tal de acallar la culpa de su conciencia, pero sin ningún resultado duradero. Hay gente que trata de acallar su conciencia por medio de estar siempre ocupados y distraídos. Quieren vivir ocupados en sus trabajos, quieren vivir inmersos en distracciones y diversiones para no escuchar a su conciencia. Hay gente que se entrega al alcohol o las drogas. Hay gente que intenta acallar su conciencia con enormes esfuerzos morales y con la religión. Los lugares de adoración religiosa están llenos de gente que busca un alivio de su conciencia basados en buscar ser una persona que cumple con Dios. Pero nada de lo que podamos hacer nos puede liberar de la culpa. Sólo el sacrificio y la sangre de Cristo aplicada a nuestra alma y a nuestra conciencia nos provee del perdón, de la paz y del gozo de una relación verdadera con Dios, de saber que gracias a Cristo, tenemos acceso al Padre y podemos gozar de Su amor y bendición.
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