Recuerdo que en una ocasión (hace un par de años) tuve una plática con un compañero de trabajo en la que conversamos alrededor de temas como el de que si existe una verdad absoluta o no. También hablamos sobre la religión. Mi amigo afirmaba que no existe una verdad absoluta en cuanto a aspectos de moralidad, que la religión es un asunto de preferencia y que básicamente escogemos la religión que nos conviene o que satisface nuestras necesidades. Además, él argumentaba que todas las religiones tienen una parte de la verdad pero que ninguna ve el cuadro completo de como la realidad es. Al platicar con él, me entristecía el hecho de cómo una persona tan inteligente y con tantos estudios podía pensar de manera tan irracional (pues básicamente sus propios argumentos se contradecían entre sí) y tan lejana a la verdad de Dios en Su Palabra. Pero no sólo me entristecí. Viéndolo en retrospectiva unos días después, pude reconocer que también experimenté algo de orgullo al saber que yo -a diferencia de mi compañero- sí conozco la verdad acerca de Dios. Si bien la incredulidad y la dureza de corazón de un no creyente son dignas de lamentar, creo que todavía lo es más el hecho de que un creyente sienta orgullo acerca de su fe, que piense que sus creencias indican cierta superioridad moral o intelectual sobre los demás. Actuar o sentir así es de lo más contradictorio respecto a la fe que dice tener. Recuerdo que al día siguiente de la conversación pude escuchar el antigüo himno "Sublime Gracia" del predicador John Newton. Durante la primera estrofa, escuché las palabras: "Sublime Gracia del Señor, que a un infeliz salvó, Fui Ciego mas miro yo, perdido y Él me halló". Casi al instante pude ver mi gran error y la raíz de mi orgullo. El himno llama a la Gracia de Dios sublime (es decir, excelsa, eminente, de elevación extraordinaria) por lo que ella hace: toma a alguien perdido que no se puede rescatar a sí mismo y lo salva. Toma a un ciego y lo hace ver. No hay algo que pueda ser más sublime o asombroso. En ese momento pude recapacitar que si bien ahora puedo entender la Palabra de Dios, es sólo por Su gracia, y no debido a ningún mérito o capacidad mía. Sencillamente soy como aquel ciego de nacimiento a quien Jesús le dio la vista (Juan 9) y que también dijo: "una cosa sé: que yo era ciego y ahora veo". Ahora me pregunto: para aquel ciego de nacimiento, que nunca en toda su vida (quizás por más de 20 o 30 años) había visto algo, ¿Cuánto tiempo le habrá durado el asombro de ver por primera vez? ¿En algún momento la diferencia entre los colores, el azul del cielo, el rojo del atardecer, lo verde del campo, le habrá dejado de sorprender? ¿Le habrá llegado el día en que el abrir los ojos por la mañana y ver la luz del día no le causara el asombro inicial de aquella ocasión en que Jesús lo encontró? ¿Será posible que incluso lo diera por sentado o lo tomara como algo normal? La respuesta no la conocemos con certeza. Pero pienso que si esa persona fue como yo -y como muchos otros creyentes- probablemente sí. El problema radica en que dejamos de asombrarnos por la gracia de Dios. La gracia de Dios nos deja de parecer sublime. Nos acostumbramos a ella. La damos por sentado. Lo tomamos como algo normal. Se nos olvida que mucho tiempo fuimos ciegos pero que Dios nos dio la vista. Continuamente le pido perdón a Dios por ese (y muchos otros) momentos en mi vida donde el orgullo y sentido de superioridad se albergan en mi corazón. Le pido que continuamente me permita recuperar de nuevo ese sentido de asombro por Su amor y Su gracia. Y sé que puedo empezar al maravillarme por el hecho de que Dios perdona una vez más a este pobre hombre orgulloso que ha olvidado que una vez fue ciego, pero que ahora puede ver por gracia.
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