Y le traían aun a los niños muy pequeños para que los tocara, pero al ver esto los discípulos, los reprendían. Mas Jesús, llamándolos a su lado, dijo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el reino de Dios. En verdad os digo: el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Lucas 18:15-17 (LBLA)
reprende a sus discípulos por no permitir que otras personas le acerquen a sus hijos, con la parábola de la viuda insistente (1-8), la parábola del fariseo y el publicano (9-14) y con el episodio del dirigente rico (18-29)? Es como si este fragmento de la vida de Jesús estuviera completamente fuera de lugar. La explicación más sencilla que tenemos es que Lucas está más interesado en presentarnos una especie de orden “temático” de las enseñanzas de Jesús, que en proporcionarnos una descripción cronológica de los eventos de su vida. Así que, guiado por el Espíritu Santo, el médico decide insertar este episodio de la vida de Jesús en un contexto adecuado dentro de las enseñanzas de nuestro Señor. Esto significa que, para que podamos entender mejor este texto, tenemos primero que responder a la siguiente pregunta: ¿Cuál es el contexto inmediato en el que Lucas lo coloca?
Me parece que un examen cuidadoso de todo el pasaje, nos demostrará que lo que Lucas está tratando de hacer es hablarnos acerca de la humildad y dependencia que caracteriza al verdadero creyente en Cristo y dirigirnos a analizar seriamente en quién está confiando nuestro corazón para la salvación. Unos cuantos versículos arriba, leemos que Lucas escribe: “A algunos que, confiando en sí mismos, se creían justos y que despreciaban a los demás, Jesús les contó esta parábola” (v. 9). A continuación, Jesús narra la parábola del fariseo y del publicano. En dicha parábola, observamos a dos personajes. Por un lado, está el fariseo quien hace un despliegue de orgullo y confianza en sí mismo. El fariseo oraba consigo mismo diciengo algo como esto: “te doy gracias Dios porque no soy como otros hombres pecadores, sino que más bien soy una buena persona, y la prueba está en que ayuno dos veces a la semana y diezmo de todo lo que recibo”. En pocas palabras, este fariseo tenía puesta la seguridad de su justicia delante de Dios en sus propias obras y méritos. El fariseo confiaba en sí mismo. En contraste, Jesús nos presenta también al publicano quien, sabiéndose pecador, lo único que podía hacer era encomendarse a la misericordia y compasión de Dios. El publicano confiaba sólo en Dios, pues sabía que no podía confiar en sus propios méritos. Más adelante, en el pasaje posterior a nuestro texto, observamos una escena similar. Vemos a un hombre rico y prominente de la sociedad (probablemente el dirigente de la sinagoga local), exactamente con el mismo problema que el fariseo de la parábola: una excesiva y orgullosa confianza en sí mismo. El dirigente se acerca a Jesús para hacerle la siguiente pregunta: “Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (v. 18) La realidad es que tan sólo el hecho de que este dirigente hiciera una pregunta como la que leemos es indicativo de un corazón orgulloso. El hombre asumía que en verdad él podía hacer algo para ganarse el derecho de recibir la vida eterna. Creía que podría llegar a merecer la vida eterna si hacía las cosas correctas. Así que le pregunta a Jesús qué es aquello que tiene que hacer para conseguirlo. El orgullo y la confianza en sí mismo de este hombre eran claramente evidentes por su pregunta. Con todo, tenemos una perspectiva más amplia del pensamiento de este hombre cuando observamos el diálogo que tiene con Jesús. El Señor le dijo: “Ya sabes los mandamientos: No cometas adulterio, no mates, no robes, no presentes falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre” (v. 20). Ante estas indicaciones, el dirigente contesta: “Todo eso lo he cumplido desde que era joven” (v. 21). La respuesta del hombre nos da todavía una mayor claridad de la condición de su corazón delante de Dios. Aquel dirigente no sólo tenía un reducido concepto de la Ley moral de Dios (y por lo tanto, un reducido concepto de la justicia y de la santidad de Dios), sino que además tenía un demasiado agrandado concepto de sí mismo. Jesús, evidentemente nada impresionado por la "justicia" externa del hombre y conociendo precisamente en donde estaba puesto su corazón, lo confronta entonces diciendo: “vende todo lo que tienes y repártelo entre los pobres. Luego ven y sígueme” (v. 22). En seguida Lucas nos dice que “cuando el hombre oyó esto, se entristeció mucho, pues era muy rico” (v. 23). Con solamente este mandamiento, Jesús le demostró al dirigente que su verdadero dios no era el Dios de Israel, sino sus posesiones. Que la base de su confianza y su seguridad estaban definitivamente puestas en su enorme cantidad de dinero. Y por eso Jesús exclamó: “¡Qué difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios!” (v. 24). Jesús no dijo estas palabras porque Él pensara que fuera malo o pecaminoso tener mucho dinero o que las riquezas materiales condenaran al hombre. Más bien, Jesús dijo ésto porque Él conoce perfectamente la condición caída del ser humano, y cómo es que el corazón del hombre es propenso a poner su confianza en cualquier cosa que no sea Dios. Y lo cierto es que las personas con mucho dinero están puestas en una situación en la que constantemente son tentadas a poner su confianza no en Dios, sino en sus posesiones. Proverbios 10:15 dice que “la riqueza del rico es su baluarte”. Es por eso que el apóstol Pablo le dice a Timoteo: “Los que quieren enriquecerse caen en la tentación y se vuelven esclavos de sus muchos deseos. Estos afanes insensatos y dañinos hunden a la gente en la ruina y en la destrucción”. (1 Timoteo 5:9) La verdad es que muchos de nosotros debiéramos agradecer a Dios por no tener más posesiones de las que al presente tenemos. ¿Me escuchó bien? Muchos de nosotros debiéramos agradecer a Dios por no tener un mejor salario, mayores prestaciones y comodidades materiales de las que actualmente tenemos. Para muchos de los aquí presentes, el que Dios no nos otorgue mayores ingresos y capacidad económica es más bien una muestra de Su gracia y Su bondad. Él conoce nuestro corazón muchísimo mejor que nosotros mismos y sabe que si Él nos diera más de lo que actualmente recibimos, como dice Proverbios 30:8-9, simplemente nos saciaríamos, y le negaríamos diciendo: “¿Quién es el Señor?” Así que el asunto principal en el relato del dirigente rico es también el orgullo y la confianza en uno mismo así como la dependencia en las posesiones, en contraste con la confianza sólo en Dios y la dependencia sólo en Él. Es por eso que en medio de estos marcados ejemplos de una excesiva confianza en uno mismo, Lucas inserta estos versículos en los que Jesús ejemplifica, por medio de los niños pequeños, cómo debe ser la fe de aquellos que han de ser sus discípulos. Jesús dice: “el reino de Dios es de quienes son como ellos… El que no reciba el reino de Dios como un niño, de ninguna manera entrará en él” (v 16-17). Es precisamente bajo ese contexto que ahora entendemos con mayor claridad el significado de estos versículos. En ellos, Jesús está utilizando la imagen del niño como una ilustración de lo que significa la verdadera fe en Jesús. Porque el hecho es que, si hay una edad en la que las personas son completamente dependientes de otros, es precisamente durante la infancia. Los niños son completamente dependientes de sus padres para todas sus necesidades: para mantenerse limpios, para alimentarse, para estar seguros y protegidos. Los niños no pueden hacer nada para proveerse a sí mismos de todas estas cosas. Lo único que pueden hacer es depender de sus padres y esperar recibir de ellos todo aquello que necesitan. Es así como precisamente actúan los niños, ¿no es cierto? Todo el que ha sido padre lo sabe muy bien. Cuando nuestros hijos no pueden abrir una caja o envase, ¿a quién acuden? ¿Cuándo nuestros hijos no pueden alcanzar algo que está a una altura fuera de su alcance, a quién recurren? ¿Cuándo nuestros hijos no entienden algo o tienen alguna duda, a quién le preguntan? ¡A sus padres! O en su defecto, a algún adulto cercano en quien tienen confianza. Quizás nunca se lo ha cuestionado, pero valdría la pena que ahora mismo se haga usted esta pregunta: ¿Por qué actúan así los niños? ¿Por qué es que nuestros hijos acuden a nosotros de esa manera casi inmediata sin siquiera dudarlo? La respuesta es doble. Primero, porque no tienen a nadie más a quien acudir. Los niños no poseen recursos propios de qué valerse. Son los adultos, particularmente sus padres, él único recurso que los niños tienen para la solución de todos sus problemas y la satisfacción de todas sus necesidades. La segunda parte de la respuesta es: Nuestros hijos acuden a nosotros porque confían en nosotros. Porque están convencidos de que nosotros podemos ayudarles. Porque creen que vamos a actuar a su favor. De esa manera, podemos comprender con mayor claridad cómo es el corazón de la persona creyente en Cristo. Jesús utiliza a los niños para presentar la fe como una “dependencia absoluta, sencilla y confiada”, para ilustrar que los creyentes deben actuar hacia Dios como los niños hacia sus padres, sin ninguna clase de “logro o realización en los cuales estar confiados”. Jesús presentó a los niños como un modelo de aquellos que quieren heredar el Reino. Sus seguidores deben de tener una fe en Dios que se asemeje a la fe de un tierno infante en sus padres. Esto es precisamente ilustrado con el ejemplo del publicano, quien habiendo abandonado toda confianza en sí mismo, el único recurso que tenía era la misericordia y la gracia de Dios. Jesús nos describe al publicano haciendo un despliegue de verdadera humildad y confianza, clamando a Dios por misericordia. La pregunta que se nos impone en este pasaje es:, ¿tiene usted esta clase de confianza en Dios? ¿Es Cristo su único recurso a quien acudir para su salvación y para vivir la vida cristiana? ¿Es Cristo en quien confía de manera humilde y dependiente para su justificación? La verdad es que, si somos honestos, la mayoría de nosotros tendría que responder que en muchas ocasiones no es así. Decimos que confiamos en Cristo, pero a veces nos encontramos como el fariseo de la parábola, poniendo nuestra seguridad en nuestras buenas obras, cualesquiera que éstas sean. En otras ocasiones nos encontramos como el dirigente rico, poniendo la base de nuestra seguridad en nuestras posesiones y, en lugar de estar anhelando más de Dios, estamos anhelando más dinero y mayores bienes materiales. Pero gracias a Dios, el reconocimiento de estas fallas no son un impedimento para continuar poniendo nuestra fe en Jesús. Son más bien una nueva oportunidad de arrepentirnos, de poner nuestra mirada en Jesús y confiar sólo en Dios como un niño. La invitación de la Palabra en esta ocasión es nuevamente a que creamos en el Evangelio, a aprender, como discípulo de Jesús, lo que significa confiar en su maestro con la confianza de un niño. Venga, acérquese a Él, porque no tiene a nadie más a quien acudir.
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