Dile a todos los hombres y a todas las mujeres israelitas que pidan a sus vecinos egipcios objetos de plata y de oro». (El Señor había hecho que los egipcios miraran con agrado al pueblo de Israel. Además, en la tierra de Egipto a Moisés se le consideraba ser un gran hombre, y tanto los funcionarios del faraón como el pueblo egipcio lo respetaban). (Éxodo 11:2-3 / NTV) Los israelitas hicieron lo que Moisés les había indicado: pidieron a los egipcios ropa y objetos de plata y de oro. Y el Señor hizo que los egipcios miraran con agrado a los israelitas, y dieron al pueblo de Israel todo lo que pidió. ¡Así despojaron a los egipcios de sus riquezas! (Éxodo 12:35-36 / NTV) Es lógico pensar que después de tantos años de esclavitud, la nación de Israel saldría empobrecida y sin recursos de Egipto. Pero Dios no permitió que eso sucediera. Una vez más vemos al Señor actuar con gracia al otorgarle a Su pueblo dones que no merecían ni podían asegurar por ellos mismos. Ahora bien, ¿para que le daría Dios a Su pueblo la oportunidad de adquirir tal riqueza? En el mismo libro de Éxodo contemplamos que Dios tenía un propósito especial en darle a Israel tales dones: El Señor le dijo a Moisés: «Dile al pueblo de Israel que me traiga sus ofrendas sagradas. Acepta las contribuciones de todos los que tengan el corazón dispuesto a ofrendar. La siguiente es una lista de las ofrendas sagradas que podrás aceptar de ellos: oro, plata y bronce; hilo azul, púrpura y escarlata; lino fino y pelo de cabra para tela; (Éxodo 25:1-4 / NTV). Así que Dios no está en el negocio de enriquecer a Su pueblo sólo para que éste pueda tener un disfrute personal y egoísta de los dones recibidos. Más bien Dios tiene el propósito de darnos dones que puedan ser utilizados como recursos para llevar a cabo Sus propósitos y para glorificarle. Aunque el texto de Éxodo no lo dice claramente de esta manera, creo que es una conclusión que podemos inferir basados en el contexto de toda la Escritura. Desafortunadamente, más adelante vemos al pueblo de Israel utilizando ese mismo oro recibido virtualmente de la mano de Dios para fabricarse un ídolo tras el cual su corazón se desviara: Cuando los israelitas vieron que Moisés tardaba tanto en bajar del monte, se juntaron alrededor de Aarón y le dijeron: —Vamos, haznos dioses que puedan guiarnos. No sabemos qué le sucedió a ese tipo, Moisés, el que nos trajo aquí desde la tierra de Egipto. Aarón les respondió: —Quítenles a sus esposas, hijos e hijas los aretes de oro que llevan en las orejas y tráiganmelos. Todos se quitaron los aretes que llevaban en las orejas y se los llevaron a Aarón. Entonces Aarón tomó el oro, lo fundió y lo moldeó hasta darle la forma de un becerro. Cuando los israelitas vieron el becerro de oro, exclamaron: «¡Oh Israel, estos son los dioses que te sacaron de la tierra de Egipto!». (Éxodo 32:1-4 / NTV) Personalmente, cuando leo una porción como ésta en la Escritura, muchas veces no puedo evitar cierto sentido de indignación y desdén hacia el pueblo de Israel por cometer tal insensatez. Me pregunto, ¿cómo es posible que después de lo que el pueblo pudo ver en el monte Sinaí (Éxodo 19), tras lo cual sintió un profundo terror (Éxodo 20:18-26), todavía pudiera desviarse su corazón hacia la idolatría? Más aún, vemos al pueblo utilizando el mismo oro que Dios providencialmente les otorgó para fabricarse su propio ídolo.
Sin embargo, mirando con honestidad el pasaje, debo confesar que este relato histórico es también una ilustración de mi propio comportamiento: constantemente mi corazón se desvía en incredulidad del Dios vivo y verdadero para hacer ídolos con los mismos dones que Él me ha otorgado. Creo también que esta es una tendencia en el corazón de cada uno de nosotros: de convertir los dones que Dios nos da en objetos de nuestra adoración. Sabemos por la lectura del resto del capítulo 32 del libro de Éxodo que el final de tal camino es amargo. El poner nuestra confianza en algún ídolo, que muy probablemente hemos hecho de algún don recibido por la gracia de DIos, no resultará más que en decepción y dolor. Quiera el Señor que porciones como ésta de la Palabra produzca en nosotros un estado de alerta hacia la condición de nuestro corazón: ¿Cómo estoy utilizando los dones que Dios me ha dado en Su misericordia? ¿Son recursos para llevar a cabo Su propósito eterno de glorificarse a Sí mismo, o he convertido estos dones en objetos de mi adoración? Dios les bendiga.
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No hace mucho, mientras participaba en un grupo de estudio bíblico dominical, escuchamos algunos comentarios sobre el significado del siguiente pasaje en el libro de Apocalipsis: Y uno de los ancianos habló diciéndome: Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido? Y yo le respondí: Señor mío, tú lo sabes. Y él me dijo: Estos son los que vienen de la gran tribulación, y han lavado sus vestiduras y las han emblanquecido en la sangre del Cordero. Por eso están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo; y el que está sentado en el trono extenderá su tabernáculo sobre ellos. Ya no tendrán hambre ni sed, ni el sol los abatirá, ni calor alguno, pues el Cordero en medio del trono los pastoreará y los guiará a manantiales de aguas de vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos. (Apocalipsis 7:13-17) Todos en el grupo estuvimos de acuerdo en que esta porción de la Escritura brinda al creyente una maravillosa esperanza de lo que nos aguarda en el futuro como hijos de Dios. Algunos comentaron sobre lo maravilloso que será el no ser atribulado más por las circunstancias adversas que actualmente padecemos, como el cansancio y la enfermedad. Como dice el texto: “Ya no tendrán hambre ni sed, ni el sol los abatirá, ni calor alguno”. El sólo pensar en que Dios “enjugará toda lágrima” de nuestros ojos llenó de alegría los corazones de los que estudiábamos la Palabra. Sin embargo, aunque el grupo tuvo que pasar a otro tema de discusión, me quedé pensando un poco más sobre lo que acababa de acontecer. Después de reflexionarlo un poco más, al fin pude notar que todos en el grupo nos enfocamos en lo maravilloso que será no tener ya circunstancias adversas ni tribulación. Sin embargo, nadie expresó lo maravilloso que será el ya no pecar más. Después de todo, según el texto, la hermosa y gloriosa presencia de Dios en medio de Su pueblo, enjugando toda lágrima y terminando con toda tribulación, no será más que la consecuencia de haber sido perdonados y lavados por el sacrificio de Cristo Jesús: “Estos son los que vienen de la gran tribulación, y han lavado sus vestiduras y las han emblanquecido en la sangre del Cordero”. Las vestiduras blancas de aquellos que gozan del consuelo eterno de Dios no hacen referencia a la clase de vestimenta que tendrán los redimidos, sino a la purificación de sus personas en virtud del pago de la culpa de sus pecados en la cruz de Jesús. El hecho de que al leer un pasaje como el de Apocalipsis 7 nos enfoquemos más en la ausencia de tribulación que en la ausencia del pecado, revela una deficiencia en nuestro pensamiento como creyentes. Nuestro verdadero problema de este lado de la eternidad no son nuestras circunstancias difíciles, sino nuestro corazón pecaminoso. Aunque ciertamente es parte de la fe cristiana la esperanza de una nueva creación en donde no habrá ya más sufrimiento, nuestro principal problema no son la dificultades de este mundo, sino lo que lo origina: el pecado, principalmente el nuestro. De entre todas las cosas que pude aprender en esa clase, espero recordar siempre el poder mirar mi presente situación, no en la perspectiva de mis circunstancias difíciles o fáciles, sino en la perspectiva de la cruz. Espero que mi corazón crezca en la esperanza no de ser librado principalmente de tribulación, sino del pecado de mi corazón. En: Arrepentimiento / Pecado
Y le traían aun a los niños muy pequeños para que los tocara, pero al ver esto los discípulos, los reprendían. Mas Jesús, llamándolos a su lado, dijo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el reino de Dios. En verdad os digo: el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Lucas 18:15-17 (LBLA)
reprende a sus discípulos por no permitir que otras personas le acerquen a sus hijos, con la parábola de la viuda insistente (1-8), la parábola del fariseo y el publicano (9-14) y con el episodio del dirigente rico (18-29)? Es como si este fragmento de la vida de Jesús estuviera completamente fuera de lugar. La explicación más sencilla que tenemos es que Lucas está más interesado en presentarnos una especie de orden “temático” de las enseñanzas de Jesús, que en proporcionarnos una descripción cronológica de los eventos de su vida. Así que, guiado por el Espíritu Santo, el médico decide insertar este episodio de la vida de Jesús en un contexto adecuado dentro de las enseñanzas de nuestro Señor. Esto significa que, para que podamos entender mejor este texto, tenemos primero que responder a la siguiente pregunta: ¿Cuál es el contexto inmediato en el que Lucas lo coloca?
Me parece que un examen cuidadoso de todo el pasaje, nos demostrará que lo que Lucas está tratando de hacer es hablarnos acerca de la humildad y dependencia que caracteriza al verdadero creyente en Cristo y dirigirnos a analizar seriamente en quién está confiando nuestro corazón para la salvación. Unos cuantos versículos arriba, leemos que Lucas escribe: “A algunos que, confiando en sí mismos, se creían justos y que despreciaban a los demás, Jesús les contó esta parábola” (v. 9). A continuación, Jesús narra la parábola del fariseo y del publicano. En dicha parábola, observamos a dos personajes. Por un lado, está el fariseo quien hace un despliegue de orgullo y confianza en sí mismo. El fariseo oraba consigo mismo diciengo algo como esto: “te doy gracias Dios porque no soy como otros hombres pecadores, sino que más bien soy una buena persona, y la prueba está en que ayuno dos veces a la semana y diezmo de todo lo que recibo”. En pocas palabras, este fariseo tenía puesta la seguridad de su justicia delante de Dios en sus propias obras y méritos. El fariseo confiaba en sí mismo. En contraste, Jesús nos presenta también al publicano quien, sabiéndose pecador, lo único que podía hacer era encomendarse a la misericordia y compasión de Dios. El publicano confiaba sólo en Dios, pues sabía que no podía confiar en sus propios méritos. Más adelante, en el pasaje posterior a nuestro texto, observamos una escena similar. Vemos a un hombre rico y prominente de la sociedad (probablemente el dirigente de la sinagoga local), exactamente con el mismo problema que el fariseo de la parábola: una excesiva y orgullosa confianza en sí mismo. El dirigente se acerca a Jesús para hacerle la siguiente pregunta: “Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (v. 18) La realidad es que tan sólo el hecho de que este dirigente hiciera una pregunta como la que leemos es indicativo de un corazón orgulloso. El hombre asumía que en verdad él podía hacer algo para ganarse el derecho de recibir la vida eterna. Creía que podría llegar a merecer la vida eterna si hacía las cosas correctas. Así que le pregunta a Jesús qué es aquello que tiene que hacer para conseguirlo. El orgullo y la confianza en sí mismo de este hombre eran claramente evidentes por su pregunta. Con todo, tenemos una perspectiva más amplia del pensamiento de este hombre cuando observamos el diálogo que tiene con Jesús. El Señor le dijo: “Ya sabes los mandamientos: No cometas adulterio, no mates, no robes, no presentes falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre” (v. 20). Ante estas indicaciones, el dirigente contesta: “Todo eso lo he cumplido desde que era joven” (v. 21). La respuesta del hombre nos da todavía una mayor claridad de la condición de su corazón delante de Dios. Aquel dirigente no sólo tenía un reducido concepto de la Ley moral de Dios (y por lo tanto, un reducido concepto de la justicia y de la santidad de Dios), sino que además tenía un demasiado agrandado concepto de sí mismo. Jesús, evidentemente nada impresionado por la "justicia" externa del hombre y conociendo precisamente en donde estaba puesto su corazón, lo confronta entonces diciendo: “vende todo lo que tienes y repártelo entre los pobres. Luego ven y sígueme” (v. 22). En seguida Lucas nos dice que “cuando el hombre oyó esto, se entristeció mucho, pues era muy rico” (v. 23). Con solamente este mandamiento, Jesús le demostró al dirigente que su verdadero dios no era el Dios de Israel, sino sus posesiones. Que la base de su confianza y su seguridad estaban definitivamente puestas en su enorme cantidad de dinero. Y por eso Jesús exclamó: “¡Qué difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios!” (v. 24). Jesús no dijo estas palabras porque Él pensara que fuera malo o pecaminoso tener mucho dinero o que las riquezas materiales condenaran al hombre. Más bien, Jesús dijo ésto porque Él conoce perfectamente la condición caída del ser humano, y cómo es que el corazón del hombre es propenso a poner su confianza en cualquier cosa que no sea Dios. Y lo cierto es que las personas con mucho dinero están puestas en una situación en la que constantemente son tentadas a poner su confianza no en Dios, sino en sus posesiones. Proverbios 10:15 dice que “la riqueza del rico es su baluarte”. Es por eso que el apóstol Pablo le dice a Timoteo: “Los que quieren enriquecerse caen en la tentación y se vuelven esclavos de sus muchos deseos. Estos afanes insensatos y dañinos hunden a la gente en la ruina y en la destrucción”. (1 Timoteo 5:9) La verdad es que muchos de nosotros debiéramos agradecer a Dios por no tener más posesiones de las que al presente tenemos. ¿Me escuchó bien? Muchos de nosotros debiéramos agradecer a Dios por no tener un mejor salario, mayores prestaciones y comodidades materiales de las que actualmente tenemos. Para muchos de los aquí presentes, el que Dios no nos otorgue mayores ingresos y capacidad económica es más bien una muestra de Su gracia y Su bondad. Él conoce nuestro corazón muchísimo mejor que nosotros mismos y sabe que si Él nos diera más de lo que actualmente recibimos, como dice Proverbios 30:8-9, simplemente nos saciaríamos, y le negaríamos diciendo: “¿Quién es el Señor?” Así que el asunto principal en el relato del dirigente rico es también el orgullo y la confianza en uno mismo así como la dependencia en las posesiones, en contraste con la confianza sólo en Dios y la dependencia sólo en Él. Es por eso que en medio de estos marcados ejemplos de una excesiva confianza en uno mismo, Lucas inserta estos versículos en los que Jesús ejemplifica, por medio de los niños pequeños, cómo debe ser la fe de aquellos que han de ser sus discípulos. Jesús dice: “el reino de Dios es de quienes son como ellos… El que no reciba el reino de Dios como un niño, de ninguna manera entrará en él” (v 16-17). Es precisamente bajo ese contexto que ahora entendemos con mayor claridad el significado de estos versículos. En ellos, Jesús está utilizando la imagen del niño como una ilustración de lo que significa la verdadera fe en Jesús. Porque el hecho es que, si hay una edad en la que las personas son completamente dependientes de otros, es precisamente durante la infancia. Los niños son completamente dependientes de sus padres para todas sus necesidades: para mantenerse limpios, para alimentarse, para estar seguros y protegidos. Los niños no pueden hacer nada para proveerse a sí mismos de todas estas cosas. Lo único que pueden hacer es depender de sus padres y esperar recibir de ellos todo aquello que necesitan. Es así como precisamente actúan los niños, ¿no es cierto? Todo el que ha sido padre lo sabe muy bien. Cuando nuestros hijos no pueden abrir una caja o envase, ¿a quién acuden? ¿Cuándo nuestros hijos no pueden alcanzar algo que está a una altura fuera de su alcance, a quién recurren? ¿Cuándo nuestros hijos no entienden algo o tienen alguna duda, a quién le preguntan? ¡A sus padres! O en su defecto, a algún adulto cercano en quien tienen confianza. Quizás nunca se lo ha cuestionado, pero valdría la pena que ahora mismo se haga usted esta pregunta: ¿Por qué actúan así los niños? ¿Por qué es que nuestros hijos acuden a nosotros de esa manera casi inmediata sin siquiera dudarlo? La respuesta es doble. Primero, porque no tienen a nadie más a quien acudir. Los niños no poseen recursos propios de qué valerse. Son los adultos, particularmente sus padres, él único recurso que los niños tienen para la solución de todos sus problemas y la satisfacción de todas sus necesidades. La segunda parte de la respuesta es: Nuestros hijos acuden a nosotros porque confían en nosotros. Porque están convencidos de que nosotros podemos ayudarles. Porque creen que vamos a actuar a su favor. De esa manera, podemos comprender con mayor claridad cómo es el corazón de la persona creyente en Cristo. Jesús utiliza a los niños para presentar la fe como una “dependencia absoluta, sencilla y confiada”, para ilustrar que los creyentes deben actuar hacia Dios como los niños hacia sus padres, sin ninguna clase de “logro o realización en los cuales estar confiados”. Jesús presentó a los niños como un modelo de aquellos que quieren heredar el Reino. Sus seguidores deben de tener una fe en Dios que se asemeje a la fe de un tierno infante en sus padres. Esto es precisamente ilustrado con el ejemplo del publicano, quien habiendo abandonado toda confianza en sí mismo, el único recurso que tenía era la misericordia y la gracia de Dios. Jesús nos describe al publicano haciendo un despliegue de verdadera humildad y confianza, clamando a Dios por misericordia. La pregunta que se nos impone en este pasaje es:, ¿tiene usted esta clase de confianza en Dios? ¿Es Cristo su único recurso a quien acudir para su salvación y para vivir la vida cristiana? ¿Es Cristo en quien confía de manera humilde y dependiente para su justificación? La verdad es que, si somos honestos, la mayoría de nosotros tendría que responder que en muchas ocasiones no es así. Decimos que confiamos en Cristo, pero a veces nos encontramos como el fariseo de la parábola, poniendo nuestra seguridad en nuestras buenas obras, cualesquiera que éstas sean. En otras ocasiones nos encontramos como el dirigente rico, poniendo la base de nuestra seguridad en nuestras posesiones y, en lugar de estar anhelando más de Dios, estamos anhelando más dinero y mayores bienes materiales. Pero gracias a Dios, el reconocimiento de estas fallas no son un impedimento para continuar poniendo nuestra fe en Jesús. Son más bien una nueva oportunidad de arrepentirnos, de poner nuestra mirada en Jesús y confiar sólo en Dios como un niño. La invitación de la Palabra en esta ocasión es nuevamente a que creamos en el Evangelio, a aprender, como discípulo de Jesús, lo que significa confiar en su maestro con la confianza de un niño. Venga, acérquese a Él, porque no tiene a nadie más a quien acudir. |
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